Opinión. Necesidad y oportunidad de una futura reforma constitucional

Por Daniel A. Sabsay, profesor titular de Derecho Constitucional de la Facultad de Derecho y Director de la Carrera de Especialización en Derecho Constitucional de la UBA.

Daniel Sabsay.
Daniel Sabsay.

Frente a los rumores que de manera recurrente surgen sobre una posible reforma constitucional que tendría por objeto una segunda reelección del titular del Poder Ejecutivo, cabe preguntarse si resulta necesaria y oportuna una enmienda de nuestra Ley Fundamental.

Al respecto, comenzaremos recordando las disposiciones de la reforma que no han sido reglamentadas aún, para luego destacar aquellas que no han logrado su cometido. Ello, ya sea por su inobservancia total o parcial o por su desnaturalización como resultado de una reglamentación contraria al espíritu de las instituciones que han sido objeto de esta. De resultas de lo anterior no se ha logrado atenuar el presidencialismo pese a haber sido uno de los objetivos fundamentales que tuvo la reforma. A continuación, haremos un análisis de la reelección y su utilización en el marco del presidencialismo. Por último, expodremos nuestra conclusión.

I.- LA REFORMA INCUMPLIDA

Ante todo, debemos recordar que nuestra constitución ha sido objeto en 1994, de una modificación que comprometió a más de la mitad de su articulado.

Cabe destacar que, a casi tres décadas, una parte de las nuevas disposiciones no se encuentran en vigencia:

Así ocurre con las siguientes cláusulas:

· ART 42: derecho de los consumidores y usuarios, cuyo último párrafo no ha sido reglamentado.

· ART. 75, incs. 2ºy 3º: Ley-convenio en materia de regímenes de coparticipación de impuestos Nación-provincias y reglamentación de organismo fiscal federal. Cámara de origen el Senado, el 31 de diciembre 1996 venció el plazo concedido por la convención la disposición transitoria 6º para su sanción.

· ART. 75, inc. 6º: Creación de un banco federal, sin reglamentar.

· ART. 75, inc. 17: Regula diversos aspectos que hacen al reconocimiento de los derechos de los indígenas y que requieren necesariamente de una definición legal.

· ART. 75, inc. 19: Leyes de organización y de base de la educación y leyes en materia cultural.

A ello se agrega la inobservancia de las disposiciones relativas al fomento de un federalismo de concertación ubicadas principalmente en el título sobre gobiernos de provincia. Es decir que el programa constitucional previsto para revertir lo que podríamos denominar la “desfederalización” argentina no ha sido ni siquiera iniciado. Existen inobservancias flagrantes como ocurre en materia de autonomía municipal (art. 123 CN), ya que, pese al claro mandato del constituyente reformador, a la fecha no les ha sido concedida su autonomía a los municipios de tres de las más importantes provincias, Buenos Aires, Santa Fe y Mendoza.

II.- EL PRESIDENCIALISMO NO SE HA ATENUADO

Recordemos que la reforma fue precedida por el Pacto de Olivos, instrumento firmado por los expresidentes Alfonsín y Menem, como paso previo a la concreción de la reforma constitucional. El acuerdo se sustentó en dos pilares básicos, por un lado, asegurar la reelección del presidente y por el otro “atenuar el presidencialismo”. Esta expresión alude a la incorporación de disposiciones aptas para superar el “hiperpresidencialismo” –recurriendo a la expresión de Carlos Nino y de Juan Linz-, que ha debilitado peligrosamente el principio de separación de poderes fortaleciendo el papel del Ejecutivo a expensas de los otros dos poderes.

Así las cosas, la ley declarativa de la necesidad de la reforma contenía un artículo denominado “Núcleo de Coincidencias Básicas” en el que estaban contemplados los cambios acordados en el pacto. El objetivo de “atenuación del presidencialismo” perseguía revertir la evolución institucional ocurrida en nuestro país que permitió, en abierta contradicción con lo que establecía nuestra constitución hasta la reforma de 1994, que el Presidente de la Nación dictara actos de contenido legislativo, a través de tres modalidades diferentes. Son ellas, los decretos de necesidad y urgencia, los decretos delegados y la promulgación parcial de leyes.

Frente a tamaña enormidad la Corte Suprema de Justicia de la Nación se vio obligada a elaborar “stándares” de interpretación susceptibles de limitar la desmesura del desempeño presidencial en la materia. Sin embargo, con el tiempo la situación lejos de mejorar tendió a empeorar hasta que se llegó al récord con el dictado por parte del expresidente Menem de más de 500 DNU en el transcurso de los dos períodos en que fue el titular del Poder Ejecutivo, convirtiéndolo en una suerte de Poder Legislativo alternativo.

Frente a este estado de cosas, el constituyente reformador de 1994 consideró necesaria la incorporación al texto de la Ley Fundamental de los tres institutos a que hemos hecho referencia, de modo de establecer, por una parte, la regla general según la cual, las tres herramientas le están prohibidas al primer mandatario. Por otra parte, se le debían conceder excepcionalmente estas facultades, pero rodeadas de un esquema apropiado de controles que impidieran que se continuara con los abusos.

Así las cosas, de los artículos 76, sobre delegación legislativa de facultades, 80 sobre promulgación parcial de leyes y 99, inc. 3 sobre decretos de necesidad y urgencia, surge un esquema de fiscalización a cargo del Congreso, que reposa fundamentalmente en una Comisión Bicameral Permanente a ser creada por una ley dictada por la mayoría absoluta de miembros de ambas Cámaras.

Recién en julio de 2006 se sancionó la ley 26.122 -Régimen Legal de los Decretos de Necesidad y Urgencia de Delegación Legislativa y de Promulgación Parcial de Leyes -, reglamentaria de la Comisión Bicameral Permanente. El dictamen de la comisión es obligatorio, pero no vinculante respecto del pleno de las Cámaras. Conforme su artículo 1º, el objeto de la ley es regular el trámite y los alcances de la intervención del Congreso respecto de los decretos que dicta el Poder Ejecutivo en ejercicio de facultades legislativas: de necesidad y urgencia; por delegación legislativa, y de promulgación parcial de leyes.

Además de la injustificada demora para cumplir con el mandato constitucional, el contenido meramente formalista de la ley 26.122 no hace más que ratificar una ausencia de capacidad manifiesta por parte del Poder Legislativo para ejercer su rol de órgano controlador respecto del ejercicio de facultades que, en definitiva, le son propias en un Estado de Derecho.

Los cuestionamientos más significativos a la norma reglamentaria son: a) la falta de plazo expreso para que las Cámaras se expidan acerca de la validez del decreto; b) la necesidad del acuerdo de ambas Cámaras para que sea posible su rechazo; c) la derogación del decreto, en el caso de declararse su invalidez, sin excepciones. Con relación a la primera cuestión, la constitución establece que el Congreso debe debatir expresamente los decretos de necesidad y el artículo 82 prohíbe la sanción tácita o ficta de las leyes.

Por lo tanto, el constituyente reformador ha rechazado el acuerdo tácito –silencio- del legislativo. Por su parte, la ley 26.122, dice que las Cámaras deben darle “inmediato y expreso tratamiento” y que “el rechazo o aprobación de los decretos deberá ser expreso, conforme lo establecido en el artículo 82 de la Constitución Nacional”. El silencio del Legislativo no puede interpretarse por mandato constitucional como expresión de su voluntad. El Congreso debe expedirse en términos expresos.

A partir del momento que el acuerdo tácito está prohibido, el no tratamiento por parte del Congreso sin que exista un plazo determinado por la ley para ello opera en los hechos como una suerte de aprobación. Esto supone admitir –en la práctica- la aprobación tácita, porque el decreto continúa vigente sin solución de continuidad hasta tanto no sea rechazado expresamente por el legislador.

Si a esto le sumamos que el rechazo debe ser expreso, se le permite al Ejecutivo legislar por medio de decretos de necesidad y urgencia, sin plazo en caso de silencio del legislador y permitiéndose así la consolidación de derechos. Con respecto al segundo punto indicado, la ley prevé en su artículo 24: el rechazo por ambas Cámaras del Congreso del decreto de que se trate implica su derogación de acuerdo a lo que establece el artículo 2º del Código Civil, quedando a salvo los derechos adquiridos durante su vigencia. Por lo tanto, sólo si ambas cámaras rechazan el decreto, éste queda derogado. Pero, a contrario sensu, si una sola de las cámaras lo aprueba, el decreto es válido, por la simple resolución afirmativa de una de ellas, lo cual desvirtúa la homogeneidad de criterio que exige toda decisión del Congreso, como poder político.

El último punto que señalamos, la derogación del decreto en el supuesto de ser rechazado, es el corolario de la fragilidad del sistema de control establecido por la ley. En efecto, si partimos de la prohibición expresa contenida como principio general para que el presidente ejerza facultades legislativas y, como consecuencia de ello, el vicio de nulidad absoluta e insanable que conlleva la falta de observancia de los requisitos impuestos por la Constitución, la no aprobación del decreto por parte del Legislativo debería haber implicado su nulidad. Sin embargo, el Congreso optó, de modo general, por su derogación en todos los casos, dejando a salvo derechos adquiridos durante su vigencia. Con ello, su intervención queda reducida a un mero ritualismo, que enmascara un evidente renunciamiento a su función de control y a la titularidad de la potestad legislativa.

Así las cosas, ha fracasado una de las herramientas concebida por el constituyente reformador para controlar y evitar el ejercicio de facultades impropias por parte del Presidente. Desafortunadamente el análisis de lo que ha acontecido con los restantes institutos incluidos con el mismo objeto arroja un resultado semejante. Nos referimos al Jefe de Gabinete de Ministros, a ciertos organismos específicos de control como el Consejo de la Magistratura, para sólo señalar dos de las cláusulas de esta naturaleza.

III.- EL REELECCIONISMO Y SUS CONSECUENCIAS SOBRE LA FORMA REPUBLICANA DE GOBIERNO

  • III.1.- LA PERIODICIDAD DE LA RENOVACIÓN DE AUTORIDADES EN EL MARCO DEL ESTADO DE DERECHO

Esta temática de por sí merece una consideración especial pues su modo de tratamiento hace a la salud de las instituciones democráticas en su conjunto. Consideramos que esto es así dado que uno de los objetivos más caros que se persigue por medio del Estado de Derecho, consiste en la limitación de las prerrogativas de los gobernantes, tal la razón de ser de la separación de los poderes, como así también del carácter temporal del ejercicio de los cargos electivos.

Todos estos principios están íntimamente vinculados ya que tienen como meta el impedir que una democracia pueda convertirse en alguna forma de autocracia, como resultado de la personalización del poder. Esta grave anomalía corroe el imperio de la ley, la vigencia de los derechos humanos y de los valores de libertad, igualdad y justicia y, por ende, la seguridad jurídica. Por ello, las constituciones de los países democráticos, en función de las características que presentan cada una de las sociedades en las que ellas rigen, contienen cláusulas limitativas del tiempo de los mandatos, como así también de la sucesión en el ejercicio de los mismos.

En el sistema presidencialista –forma de gobierno que adopta la ley fundamental argentina-, este tema es tratado con particular cuidado. Ello así, debido a que el poder ejecutivo es unipersonal, nota que pareciera apartarse de las características de control y descentralización en el ejercicio del poder que deben predominar en una democracia. Un poder del Estado titularizado por un único ocupante conlleva una gran acumulación de potestades en las manos de una sola persona. Tal el motivo por el cual las constituciones latinoamericanas han tendido a limitar las reelecciones presidenciales ya sea de manera absoluta o impidiendo el número de oportunidades en que ellas pueden tener lugar de manera consecutiva. De este modo se ha querido abreviar en el tiempo potenciales experiencias autoritarias en la titularidad del ejecutivo.

La alternancia en el ejercicio del poder -insistimos- constituye uno de los principios fundamentales de la democracia. Su razón de ser se basa en la necesidad de evitar todo continuismo al frente del gobierno que importe una personalización del poder contraria al espíritu del Estado de Derecho. Este requisito adquiere particular importancia cuando se hace referencia al Poder Ejecutivo. Es precisamente en el interior del órgano administrador donde la inobservancia de esta regla puede provocar las situaciones más reñidas con los principios republicanos. El fenómeno se acentúa en el presidencialismo, ya que esta forma de gobierno sólo reconoce mecanismos absolutamente excepcionales para el acortamiento de los mandatos presidenciales que se encuentran en curso de cumplimiento.

Gros Espiell advierte que “el continuismo indefinido -aún en el caso de que existan elecciones periódicas y teóricamente libres y puras y que el resto del sistema constitucional con sus correspondientes contralores políticos y jurisdiccionales funcione normalmente- genera peligrosos elementos personalistas y autocráticos que afectan negativamente la existencia de una democracia real”; nuestro autor agrega que “la no alternancia en el mando, en sí misma y por las necesarias consecuencias que provoca, hace peligrar la realización de comicios libres y sin fraude” (“Alternancia en el Gobierno” en: “Diccionario Electoral” I.I.D.H.-CAPEL, San José de Costa Rica, 1989).

  • III.2.- RESPUESTA A LOS ARGUMENTOS OPUESTOS A LA LIMITACIÓN CONSTITUCIONAL DE LA REELECCIÓN DE LOS GOBERNANTES

El análisis que realizamos en el punto anterior ha sido cuestionado a través de diferentes argumentos. Ellos se centran en la consideración de que toda limitación a la reelección de los gobernantes importa un cercenamiento del derecho político del que es titular todo ciudadano de poder hacerse elegir para acceder a un cargo de gobierno. Esta postura manifiesta que esas limitaciones constituyen violaciones al principio de igualdad contemplado en el artículo 16 de la constitución federal.

Dentro de esta línea de pensamiento se sostiene, también, que a través de las mismas se provocan actos de discriminación, de resultas de los cuales los afectados son objeto de proscripción. Estos razonamientos buscan su razón de ser en la letra de varios de los tratados internacionales contemplados en el inciso 22 del artículo 75 de la constitución federal. A continuación señalaremos los motivos que tornan insustentable dicha argumentación.

Respecto a lo relacionado con el principio de igualdad, una jurisprudencia constante de nuestro máximo tribunal considera -como recuerda la Cámara Nacional Electoral en el considerando 4º de la causa “Lascano, J. H. s/acción de amparo” (Expte. Nº 2991/98)- “que la garantía de la igualdad ante la ley consagrada por el art. 16 de la Constitución Nacional no obsta a que el legislador contemple en forma distinta situaciones que considera diferentes, con tal que la discriminación no sea arbitraria ni importe ilegítima persecución o indebido privilegio de personas o grupo de personas, aunque su fundamento sea opinable (CSJN 310: 849, 943, 1080; 311: 1042, 1451, 2781; 312: 812, 840) y consiste en que todos los habitantes de la Nación sean tratados del mismo modo siempre que se encuentren en idénticas condiciones, de forma tal que no se establezcan excepciones o privilegios que excluyan a unos de los que se concede a otros en iguales circunstancias (CSJN, 312: 826, 851, 1082; 313: 1333)”. La claridad de la doctrina que se deriva de nuestra cita, con la cual coincidimos absolutamente, nos inhibe de toda aclaración al respecto.

En materia de derechos políticos debe distinguirse claramente entre el sufragio activo y el sufragio pasivo. Respecto al primero el derecho vigente debe asegurar a todos los ciudadanos su calidad de electores, siempre que no se dé alguna de las causales excepcionales de edad, nacionalidad, incapacidad, etc., de manera de poder sufragar en los distintos comicios de elección de autoridades.

Mientras que en lo que hace al derecho a ser elegido, pueden darse requisitos distintos de fuente constitucional según cual sea el cargo que se aspire ocupar. Por ejemplo, en el caso objeto de análisis se trata de evitar que, un mismo titular pueda acceder al poder ejecutivo de manera continuada e ilimitada en el tiempo. Pues bien, el límite de tiempo acá actúa como uno de los elementos que definen el perfil institucional del órgano en cuestión, el que ha sido establecido en aras de satisfacer el interés general de la comunidad. El mandato constitucional de ningún modo está dirigido a proscribir, sino que ha puesto el acento en el interés general de los ciudadanos a ser gobernados de conformidad con los postulados de la democracia, y no en el de ellos como potenciales candidatos a ser electos y reelectos para un determinado cargo.

En relación con las nociones de igualdad y de discriminación de acuerdo con lo estipulado en los tratados internacionales con jerarquía internacional (art. 75, inc. 22 C.N.), la Corte Interamericana de Derecho Humanos ha determinado que “la noción de igualdad se desprende directamente de la unidad de naturaleza del género humano y es inseparable de la dignidad esencial de la persona, frente a la cual es incompatible toda situación que, por considerar superior a un determinado grupo, conduzca a tratarlo con privilegio; o que, a la inversa, por considerarlo inferior, lo trate con hostilidad o de cualquier forma lo discrimine del goce de los derechos que sí se reconocen a quienes no se consideran incursos en tal situación de inferioridad. No es admisible crear diferencias de tratamiento entre seres humanos que no se correspondan con su única e idéntica naturaleza” (CIDH, Opinión Consultiva 4/84).

Más adelante la Corte sostiene que “sin embargo, por lo mismo que la igualdad y la no discriminación se desprenden de la idea de unidad de dignidad y naturaleza de la persona, es preciso concluir que no todo tratamiento jurídico diferente es propiamente discriminatorio, porque no toda distinción de trato puede considerarse ofensiva, por sí misma, de la dignidad humana”.

Por último, en lo relativo a la invocación de los tratados sobre derechos humanos, se debe tener en cuenta que éstos “al obligar a la efectividad de los derechos políticos en jurisdicción interna de los estados, prevén el derecho electoral activo y pasivo para impedir su cercenamiento, pero no tienen -ni por lejos- la finalidad de prescribir cómo han de ser las estructuras concretas de poder ni son hábiles, por ende, para autorizar o vedar la reelección. Que quien está -o ha estado- en ejercicio del poder pueda o no pueda ser reelecto, abre un espectro de modalidades y de variantes que cada estado queda en disponibilidad para asumir a criterio -siempre razonable- de lo que su derecho interno -en primer lugar, su constitución- decide. Tales tratados regulan derechos políticos y electorales, pero no diseñan una estructura de poder. Las normas constitucionales que vedan o limitan las reelecciones no lastiman ni el derecho a ser elegido de quienes no pueden serlo, ni el derecho a elegir de los que desearían la reelección, ni los derechos humanos emergentes de tratados internacionales, ni el poder electoral del pueblo que confiere legitimidad de origen a los gobernantes, ni la igualdad constitucional prohibitiva de discriminaciones arbitrarias, ni el derecho de los partidos a proponer candidaturas al electorado” (Bidart Campos, G. J., El Derecho, 153: 1041).

IV.- CONCLUSIÓN

Lo expuesto pone de manifiesto que, ante el incumplimiento, falta de observancia, de reglamentación en abierta contradicción con mandatos constitucionales, gran parte de la reforma no se ha puesto en marcha todavía. Que por consiguiente todos los esfuerzos deben concentrarse en revertir tan anómala situación y no en pensar en nuevas modificaciones a nuestra constitución, ya que de hacerlo ello resultaría totalmente inoportuno.

Tampoco nos parece que la reforma sea necesaria, menos aún si su fundamentación se apoya en el logro de una nueva reelección del titular del Poder Ejecutivo. Consideramos que toda enmienda constitucional debe apoyarse en motivos de orden institucional que apunten a satisfacer el interés general. Por el contrario, nos oponemos a que la persecución de motivos personales puedan motivarla, menos aún cuando lo que se quiere es continuar con el reeleccionismo, el que en el marco del presidencialismo atenta contra la alternancia y la igualdad en el ejercicio y en el acceso, respectivamente, de los cargos públicos. Además, la personalización patológica en el ejercicio del poder produce efectos destructivos sobre los caracteres básicos en los que se asienta la forma republicana de gobierno.

Daniel Sabsay es profesor titular de Derecho Constitucional de la Facultad de Derecho y Director de la Carrera de Especialización en Derecho Constitucional de la UBA.