De huesos y tumbas, por Cristina Bajo

Durante la época colonial, en este territorio que ahora llamamos Argentina, se acostumbraba enterrar a los muertos dentro de las iglesias.

Cristina Bajo
Cristina Bajo

En casi todo el territorio de lo que luego sería la Argentina, en la época que llamamos colonial, era costumbre que se enterrara a los muertos dentro de la iglesia. En mi ciudad, me llamó la atención el destino puntual de una iglesia, la del Pilar; no es de las más antiguas, pero su historia es especial.

En 1768 se congregaron en esta Capital varios vecinos preocupados por el destino de los cadáveres de los pobres. Entre otras cosas, "recogían limosna para costearles entierro, sepultura y misas", según el doctor Nicolás del Pino en su informe al Marqués de Sobre Monte, a fines de 1786.

Entre ellos estaba el Dr. Juan José Vélez, quien solicitó al Obispado la autorización para fundar la Hermandad de la Caridad, que se dedicaría a enterrar a los "pobres de solemnidad" y a conseguir fondos para ayudar a la familia del muerto.

Fue así que se levantó la iglesia de la Virgen del Pilar, conteniendo la capilla del mismo nombre, que había comenzado a construirse en 1738, financiada por las señoras de Sobradiel y terminada por don Fernando Fabro –funcionario importante– quien se ofreció a construir un cementerio anexo, edificios que fueron bendecidos en 1772.

Organizada la Hermandad, fueron designados doce diputados “de entierro” que debían turnarse mensualmente, cumpliendo su juramento de que “si fuere necesario traer en hombros los cadáveres de los pobres, lo harían de muy buena voluntad por servir y respetar en ellos a Jesús Cristo”.

Es interesante que en esa Hermandad pudieran inscribirse, para ayudar, indígenas y negros, y que una vez reunidos, se obviaran títulos y privilegios.

De un informe elevado al Rey en 1787 por el Hermano Mayor don Jacinto Díaz de la Fuente, se sabe que desde antes de su establecimiento y después de constituida la Hermandad, se había dado sepultura a "mil seiscientos noventa y cuatro pobres, inclusive diez que habían asistido al suplicio (¿la horca?), y sin contar los párvulos de que no se tomó razón por haber sido arrojados a la puerta de la Capilla".

Entre las historias de esta Hermandad, narradas por Monseñor Cabrera, es conocido el relato sobre traslado al cementerio, desde el Río Tercero, de los restos de cuarenta y dos personas que murieron en el ataque de los indígenas chilenos, en 1777. Estos cuerpos no sólo correspondían a cristianos, sino también a aborígenes cordobeses que vivían en aquellas tierras.

Pero la Iglesia del Pilar tiene otra historia, más terrible, durante la época de la guerra entre unitarios y federales, cuando el general Oribe, que dirigía las tropas rosistas, invadió nuestra ciudad y abrió varios "mataderos" de ejecución.

Uno de nuestros más preciados historiadores de principios del S.XX, dice: "del Cuartel Matadero, de la calle 25 de Mayo entre Alvear y Maipú, casi todas las noches se llevaban cadáveres al Cementerio del Pilar. Los sacristanes de esta Iglesia tenían orden de estar en el coro hasta el amanecer, para recibir los muertos y darles inmediata sepultura; habiéndoseles prevenido que si los sorprendía el día con algún cadáver insepulto pagarían el descuido con su vida." (Ignacio Garzón: Crónica de Córdoba).

Cuando el camposanto estuvo repleto, se abrió una fosa común –en la hoy Avenida Maipú– donde, hasta hace poco, al hacerse obras, se han seguido desenterrando huesos de aquella tristísima época.

Sugerencias:

1) Recordemos a nuestros muertos.

2) Anotarse en la Noche de los Museos –se hace en varias ciudades de la Argentina– para recorrer los cementerios.

3) Visitar La Recoleta, con sus increíbles historias.