Confesiones de una vida, por Cristina Bajo

Adoptemos algún libro infantil para abrirlo cada tanto y recordar que la vida no es solo preocupación o tiempo de tregua.

Rumbos en casa.
Rumbos en casa.

A pesar de los años y lo vivido –mudanzas, casamientos, nacimientos, separaciones, muertes, fracasos, éxitos y casi un siglo de vida– aún amo Cabana. A veces, al apagar la luz, así como cuando era joven imaginaba mis novelas, ahora imagino que me interno en un bosque donde encontraré recuerdos perdidos, aquellos que viví con mis hermanos, aquellos que no sé en qué trastienda de mi memoria se han escondido.

Quizás esto solo signifique que añoro esa magia que ha marcado mi existencia, el zorro que se me apareció en lugares y fechas claves, con su doble significado: el primer día que pisé la sierra; y un feliz retorno, después de setenta años, de animales que creíamos desaparecidos.

No es que no quiera la casa donde habito, que también hizo mi padre; es el hogar que he moldeado según mis recursos y emociones, en donde recuerdo a los que ya no están con un cuadro, una foto, un gran mapa, un cacharro intrascendente, un cucharón traído desde España o un breviario de 1848, con una estampita de la Purísima –mamá la veneraba– que me regaló una amiga de la infancia. Lo raro fue que me la dio, sin saberlo, el día en que mi madre, ya fallecida, hubiera cumplido años.

Y junto con esos recuerdos traídos de otras casas, la mía tiene su propia ánima, que de vez en cuando se muestra entre los árboles del patio trasero y deja un aroma de romero cuando solo el viento parece haber tocado mis plantas aromáticas.

No estoy incómoda en la edad que tengo; al contrario, es una época feliz, pero hay días que desearía rescatar la credulidad de la infancia: el monte de chañares, talas y espinillos no era solo monte: era el hábitat indiscutido de un demonio; había genios en las fuentes que adornaban el parque de Villa Titina, y siempre creí que en las antiguas casonas, algunas abandonadas, vivían hadas entre las tuyas y duendes bajo los hongos que las rodeaban. Los animales y la noche tenían un yo mágico que nos estremecía. Lo sabíamos, no había dudas: las cosas imaginarias eran más reales que nuestras tías de Buenos Aires, las lecciones de catecismo o las charlas de política de papá y sus amigos.

Creíamos en los Reyes Magos, pero el día en que un primo mayor nos dijo que los gnomos y su mundo –entrevisto a través de los libros de cuentos– no existían, lloré toda la noche.

Pero sé que no estuve equivocada, que he vivido en otra dimensión –una existencia donde las leyendas podían ser realidad– cuando recuerdo aquel mundo de encantamientos donde un puma podía beber a dos metros de distancia mientras no te sacaba los ojos de encima... O cuando te encontrabas en un cementerio abandonado con un zorrino, que solo habías visto en las películas de Walt Disney... O cuando descubrías una cascada que caía desde 600 metros por una hendija en las sierras y solo podías llegar hasta su base a pie.

Y aun en la vejez, me siguen atrayendo los lugares extraños, las gentes diferentes, los que van siempre contra la corriente, las situaciones imprevistas, las personas absurdas; en fin, que soy de aquellos que se levantan de noche para abrir las ventanas y dejar que entre el viento y la tormenta y desean volver a fumar, no por el tabaco, sino por el humo.

Sugerencias:

1) Regalemos a los niños libros de hadas o seres imaginarios, con buenas ilustraciones.

2) Recuerden que, según algunos psicólogos, estos relatos les dan una amplitud mental que agradecerán de grandes.

3) Adoptemos algún libro infantil para abrirlo de vez en cuando y recordar que la vida no es solo preocupación o tiempo de tregua.