El terror que nos seduce, por Cristina Bajo

El horror que no puede tocarnos, el que leemos o se nos viene encima en el cine, nos sigue fascinando con temores y sombras. 

Cristina Bajo
Cristina Bajo

El horror que no puede tocarnos, el que leemos en libros antiguos o modernos, ya sea en crónicas, relatos o historietas, que se nos viene encima en salas de cine o en la habitación donde tenemos el televisor; el horror que no es real –aunque podría serlo–, sigue fascinando a la humanidad desde que el primer hombre lo creó amasando sombras y temores nocturnos.

Ese horror consigue, hasta el día de hoy, que se agoten reediciones de antiguos cuentos de misterio y nos advierte que la llama gótica, a la que Edgard Allan Poe dio perdurabilidad y Stephen King continuidad, está lejos de extinguirse. Presente en las más viejas leyendas del mundo, creó sus propios demonios y a fines del siglo XVIII se estableció, como género, en la literatura.

A mí, que tanto me gusta la pintura, me llamó la atención que, en el siglo de las fiestas galantes y de textos idílicos, mientras florecían pintores como Watteau, Boucher y Fragonard, con mujeres delicadísimas entre guirnaldas de rosas, corderitos y palomas, la gente comenzara a sentirse atraída por bosques tenebrosos, cementerios y demonios nocturnos. Quizás, entre razones más profundas, estaba el hartazgo de cierta belleza.

Un pensador de por entonces llegó a decir: “Todo aquello que de algún modo contribuya a excitar las ideas del dolor, todo aquello que resulte terrible de alguna manera... es fuente de lo sublime.” Y no fue el único. Muchos ensayistas de la época quisieron dilucidar lo misterioso a través de estudios titulados: “Sobre el placer producido por los objetos terroríficos”, etcétera. Era el descubrimiento del horror como fuente de goce.

Y lo horroroso, que distaba mucho de ser una categoría de lo bello, pasó a convertirse en uno de sus elementos esenciales, porque si bien el descubrimiento de la belleza de lo horrible es anterior al siglo XVIII, en este siglo toma conciencia de sí misma.

Que la belleza y la poesía podían brotar de lo vil y lo repugnante, ya lo sabían Shakespeare y otros isabelinos, pero nunca teorizaron sobre ello: era un aderezo más dentro de la historia, no la historia en sí. Pero en cuanto aparece "la teoría del horror", éste pasa a ser el personaje principal de la obra, y no sólo su aderezo.

En "Ligeia", Poe nos lo demuestra hablándonos de una hermosa ciudad en ruinas –donde habita con su amada– sobre la que planea la sombra del vampirismo. Muerta Lady Ligeia, él decide cambiar de país y de vida, y compra una abadía para su nueva esposa. La joven empieza a oír suspiros tras los tapices, pasos en los corredores, susurros en la noche y enferma de agotamiento.

La muerte llega en un cáliz de vino que le alcanza el marido, ignorante de las misteriosas gotas que habían destilado en él.

Después de haberla amortajado, se dispone a velarla, pero percibe algo: que el cuerpo bajo el sudario no es el de su amada. Y al caer las últimas gasas, “se derramó, en la alcoba la cabellera larga y despeinada, más negra que las alas del cuervo de la medianoche.” Cuando sus ojos se abrieron, reconoció la negra mirada de su primera esposa.

Allí termina el cuento, dejando en suspenso el destino de aquel hombre que queda librado al capricho de un alma en pena, porque no puede morir.

Sugerencias:

1) Leer Música Nocturna, de John Connolly: en sus cuentos, el miedo tiene muchos ropajes;

2) Ídem: Los peligros de fumar en la cama, de Mariana Enríquez, una escritora argentina genial e inquietante por demás. Todo un hallazgo para los que gusten del género;

3) Buscar en Internet: ¿Una mariposa?, de Leopoldo Lugones.