La columna literaria de Magdalena Giorgio

Como cada domingo, la joven escritora concordiense nos deleita con su pluma y nos invita a ser parte de un relato de familia para guardar en la memoria.

Magdalena Giorgio
Magdalena Giorgio

DÍA 14

Fui a buscar a mi abuela. Quedamos en tomar el té en lo de papá a las cinco. Está parada en la puerta esperándome con la campera que le traje del viaje, me dice que es su color favorito y que la usa siempre. Posa para que le saque una foto, le saco tres que después me pide ver para supervisar que haya salido linda. Dice que tiene que ir urgente a la peluquería, su cabeza es un desastre. Antes de subir al auto la ayudo con unas bolsas, la primera que agarro es la más pesada. Tiene seis o siete libros que quiere devolverle a papá. Las otras dos que agarra ella son regalos atrasados. Ni bien se sube me dice que esta media cansada del barbijo, que se lo va a sacar, ¿está bien? Me pregunta. Le digo que se lo saque tranquila y abra un poco la ventanilla. Me hago un lio en la cabeza pensando si está bien o no lo que acabo de hacer. Antes de doblar para buscarla a mi hermana me pide que vayamos a la panadería, quiere comprar alfajorcitos de maicena, así le quedan a tu papá para después, dice. Bajamos las dos, la abuela entra de una, le digo si le parece mejor que esperemos afuera pero enseguida se encuentra con una conocida y se pone a charlar. Le da un beso. Dice que me acerque y me presenta como una de sus nietas. Después pide una bandejita de alfajores, la señora que atiende pregunta si algo más y mi abuela dice que no. Que somos cuatro y está bien eso. Pregunta cuánto sale. Mientras esperamos a pagar le miro los ojos a mi abuela, los tiene rojos. El izquierdo parece nublado, como si una mancha grande durmiera sobre su pupila. No puedo distinguir el color que antes tenía, ahora es toda una pintura de colores celestes, marrones y negros. Mezclados. No le lloran, pero toda la córnea está roja. El otro es un ojo común, pero también tiene la córnea roja. Me dice que es una conjuntivitis crónica, no es contagiosa, agrega. De la billetera saca la plata exacta, un billete de doscientos y tres de diez medios arrugados y le dice te doy justo.

Cuando salimos dice que tiene ganas de operarse, a mi esperanza no me falta y si podemos dar una vuelta por el centro que hace mucho no sale. Pasemos también por la costanera y le pregunté si necesitaba algo del super. Me dijo que no le faltaba nada pero que podía aprovechar. Estaciono en el Modelo y compro todo lo que me encarga: una mermelada de frutilla light marca Cormillot, un kilo de manzana, un kilo de limón, galletitas MAYO sin sal, Casancrem de tapita verde, té y unos huevos de cascara blanca.


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Yo me pregunto mientras nos despedimos con un chau hablamos mañana, si mi padre es la misma persona de las tardes felices del club
Yo me pregunto mientras nos despedimos con un chau hablamos mañana, si mi padre es la misma persona de las tardes felices del club

Papá estuvo toda la semana haciéndose estudios. Al final tiene algo en las piernas. Son como unas venitas explotadas pero lo suficientemente moletas para hacerlo sangrar y vendarse los pies. Parece que fue un estreptococo mal curado que le quedó dando vueltas y se manifestó en la piel. Qué raro es el cuerpo, le digo a papá y le pido que me repita el nombre de lo que tiene porque nunca lo había escuchado: erisipela. Por uno días papá tiene que hacer reposo y mantener las piernas hacia arriba para que no se hinchen y se agraven las lastimaduras. Curarse las venitas y vendárselas como si fuese un jugador de futbol post entrenamiento. Anduve en bici, le digo, pasé por el Club. No sabes cómo están de verdes las canchas, le comento y él dice que la próxima le mande una foto. Yo me pregunto mientras nos despedimos con un chau hablamos mañana, si mi padre es la misma persona de las tardes felices del club.

Pasábamos horas tirados en el pasto. Papá era el DT del equipo Abogados C y daba indicaciones en una pizarra delante de más de diez hombres que lo escuchaban atentamente. Después volvían al pasto con cerveza y maní, pero eso momento, el momento de la escucha atenta yo amaba a mi papá. Lo amaba porque sus amigos lo admiraban y yo amaba a sus amigos. Me dejaban jugar con ellos a la pelota, practicar goles en el medio de un entrenamiento. Kili no atajaba mis pelotas, pero igual se tiraba el piso y hacia el acting de que era imparable la potencia de mi pie derecho. Me regalaron botines y una camiseta de mi tamaño con mi nombre atrás. A veces iba a sus asados y a los ravioles que hacían en el quincho de casa. Jugaba con el Mudo, el Bayo, el Colo y el Porteño. Me compraban una Pepsi o papas fritas cuando volvían de la cantina, y me decían algo que entendí mucho después, no nos abandones cuando crezcas.

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Comemos en la mesa ratona del living, mirando un programa de Bilardo. Papá es fanático de Bilardo no solo porque nos sacó campeones del mundo con la selección, sino porque fue jugador de Estudiantes de la plata y él con estudiantes tiene un amor ciego. Igual que con la Brujita Verón. Al final el programa termina siendo divertido. Toda su fe se basaba en cábalas. Papá se ríe mucho, y cuenta más anécdotas que no pasan en el programa pero que como buen fanático sabe igual. Yo creo que al final todos somos un poco Bilardistas, necesitamos algo en que creer.