La columna literaria de Magdalena Giorgio

La joven escritora concordiense nos ofrece una nueva entrega de su columna literaria semanal.

abuela Magdalena Giorgio
abuela Magdalena Giorgio

Día 4

La abuela abre la ventana de su balcón para que el aire fresco de la mañana entre por la casa y dice que antes de ponerlos en agua debe dejarlos reposar. Estira la masa sobre el lavarropas, aplasta kilos de harina con sus manos. El sol le da justo en los dedos y en las tiritas amarillas generando una claridad envidiable. Cada tira lleva su tiempo, me enseña, los bollos deben ser perfectos para que ninguna quede más larga que la otra. No existe algo igual como un plato abundante de fideos sobre la mesa. Hay para todos los gustos, aclara, mientras prepara sus cucharones de plata. Yo como los de crema, los demás prefieren los que tienen salsa roja que después igual sirve en una puntita de mi plato porque asegura que es un desperdicio si no la pruebo. Antes de irnos nos da en unos tuppers naranjas un montón de fideos para que pongamos en el freezer ni bien lleguemos a casa, o que si no había nada para la cena los comamos a la noche. Si es así, déjenlos en la heladera o dentro del horno para que conserve la temperatura, nos aconseja desde la puerta con el delantal puesto y la mano estirada agregando un chau mis amores, chau.

Esa fue la imagen que se me vino automaticamente cuando me pongo uno de los barbijos que guardamos en el lavadero. Le pregunto a mamá si los lava con jabón blanco y me contesta que sí. La abuela usaba mucho el jabón blanco, para bañarse, para limpiar los trapos de pisos que estaban siempre impecables, para las alpargatas de cuero del abuelo y sobre todo para sacar alguna manchita que te quedaba del almuerzo. Todo lo que se podía, se lavaba con jabón blanco. Lo encontrabas de a pedazos en cualquier lugar de la casa. Ayer, buscando fotos, abrí una caja en donde está guardada la radio de mi abuelo. Es negra y tiene cinta scotch para mantener parada la antena que cae de un lado y del otro. Cuando subíamos a la terraza la abuela la llevaba en la mano, a veces agarrada entre las axilas. Yo le preguntaba: ¿por qué llevas la radio abuela? y ella contestaba siempre lo mismo: es la hora del Correo del campo mi Santa. Después mamá me dijo que eso era lo que hacía todas las tardes con el abuelo. Era un poco aburrido porque enumeraba a los muertos del día o la semana pero igual, algo de todo eso a mis abuelos le gustaba, como tener cerca una revista de las que me compraba papá cuando estaba con gripe y no iba a la escuela. También avisaba si algún camión iba a parar en la ruta a dejarle algo de la capital a alguna familia, cargas importantes de fruta, afrechillo, etc. La altura del río, dice mamá cuando le pregunto, siempre nombraban la altura del rio.

El sol le da justo en los dedos y en las tiritas amarillas generando una claridad envidiable.
El sol le da justo en los dedos y en las tiritas amarillas generando una claridad envidiable.

La extraño, pero no se lo digo nadie. Vengo a sentarme en su Singer a tomar mates. Escribo y le voy dejando los papelitos de caramelos de miel que me como en uno de los cajones. Me gusta verlos amontonados. Me gusta el ruido que hacen. Cuando murió fantaseaba con la idea de que esté más cerca, es decir, sentir esa conexión verdadera de la que todos hablan. Que siempre va a estar en tu corazón y que nunca te la vas a olvidar, pero a veces, la olvido y otras veces la siento tan lejos que no sé dónde está y lo más triste del asunto es que tal vez ella no quiera que sepamos en donde está. Los primeros días fueron distintos. La soñaba y hasta podíamos creer que era ella quien nos llamaba a la hora del almuerzo, como hacia siempre, para decirnos estoy bien. Miren, puedo seguir molestándolos. Pero ahora, ya casi nadie la nombra, ni siquiera tenemos teléfono fijo. Solo hablamos de sus casas, alquileres y los platos que dan vuelta por el living.

A veces rezo, un rezo de mentira, un rezo mío, propio. Lo hago con las manos agarradas y miro el cielo, como si de verdad allá arriba alguien estaría escuchándome con lo bajito que suelo hablar. Mové la boca, me dice mamá, modula que no se te entiende. Hablas igual que tu padre, todo para adentro. Pero cuando rezo no hago esfuerzo para que se entienda. Solo junto las manos sobre el pecho y me imaginó que es mi abuela quien escucha. Con eso me alcanza.

La Singer todavía tiene su olor, no sé cómo describir ese olor pero a veces también lo sueño.