Opinión. El fin de la ambigüedad

Las palabras de Isabel Díaz Ayuso, la alcadelsa en Madrid, dejó expuesto al peronismo y a la deficiente gestión que lleva en Argentina.

“Me niego a que el peronismo arruine la economía de España”: la dura frase de la alcaldesa de Madrid.
“Me niego a que el peronismo arruine la economía de España”: la dura frase de la alcaldesa de Madrid. Foto: ElLitoral

No pudo haber imaginado Ernesto Laclau en 2014, aquel cálido Domingo de Ramos en el que caminó entre cofrades y penitentes por las calles de Sevilla y al descanso lo sorprendió la muerte, que su esfuerzo por formular una teoría del populismo quedaría en ridículo, años después, por cinco minutos sibilantes de una alcaldesa en Madrid y por el salto en trapecio de un médico argentino, a diez mil kilómetros de distancia.

La alcaldesa de Madrid rechazó un proyecto y afirmó: “Me niego a que el peronismo arruine el motor económico de España”. / Foto: Twitter
La alcaldesa de Madrid rechazó un proyecto y afirmó: “Me niego a que el peronismo arruine el motor económico de España”. / Foto: Twitter

Cuatro meses antes de su muerte, unas antiguas ideas de Laclau florecían como novedad europea. Un grupo de universitarios españoles las habían elegido para cautivar a miles de ciudadanos indignados. Fundaron un partido, lo bautizaron Podemos para enfrentarse a la casta política, y comenzaron un ascenso fulgurante. Laclau decía que su invención no era tan nueva: el peronismo, una praxis incomprendida de su país natal, le había permitido mejorar el pensamiento de Antonio Gramsci y revertir el desprecio europeo por el populismo.

Pasaron los años, los universitarios que lo admiraban llegaron al poder. Fracasaron, se pelearon, se fueron. Una adversaria, la presidenta liberal de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, cerró hace unos días la parábola: eligió la palabra “peronismo” para explicarle a España la inviabilidad del populismo fiscal. Con la brevedad de un epitafio, dijo que es la práctica de empobrecer a los pobres con impuestos, para pedirles el voto a cambio de un subsidio.

El gobierno de Alberto y Cristina Fernández se enojó con Ayuso, probablemente porque está fracasando con las ideas económicas que la madrileña describió. La inflación anual en Argentina se proyecta al 100%. Tambalea en la economía la noción de valor. Nadie puede decir con certeza cuánto vale algo. Ni un objeto, ni un salario.

El populismo fiscal se ha quedado sin rentas capturables para repartir. Sólo empobrece. Ha llegado al punto de parálisis que siempre le vaticinaron: el fin de la ambigüedad. El populismo siempre fue una praxis de promesas contradictorias. Repartir lo que se pida, sin reparar en frazadas cortas. La economía como ciencia de la abundancia. Laclau lo embelleció diciendo que es una construcción del sujeto político mediante la articulación de demandas identitarias, tan autónomas que para ordenarlas sólo se puede recurrir a un significante vacío. Ayuso resume mejor.

Las críticas recientes de Cristina Kirchner a Sergio Massa obedecen a la crisis de esa lógica. Cristina conduce con la ambigüedad. Siempre hubo un kirchnerismo para protestar y otro para gobernar. La inflación desnuda esa contradicción, la pone en conflicto. Ahora que no está Martín Guzmán, se ve con claridad que la vice nunca se opuso al acuerdo con el FMI. Sólo hizo teatro para conservarse ambigua.

Conviene precisar

Cristina nunca se opuso del todo al acuerdo; tampoco ayuda del todo a que se cumpla. Esa ambigüedad como paroxismo corroe al gobierno, con una consecuencia inmediata: destruye su oportunidad electoral. Ahí está a la vista, para comprobarlo, la desesperación de las tribus oficialistas por detonar las normas electorales antes de que llegue la inundación.

Pero el fin de la ambigüedad, el sinceramiento al que obliga la crisis, no interpela solamente a este oficialismo que se autopercibe como una hegemonía sin revolución, mientras gestiona a duras penas un gobierno sin hegemonía.

El neurólogo radical Facundo Manes escuchó a algún comedido que le susurró la idea en bruto del “populismo institucional”. Saltó sin red: se la atribuyó como reproche a un aliado, Mauricio Macri. El asesor seguramente pensó en Donald Trump, en Jair Bolsonaro, tal vez en Carlos Menem. Pero Manes sólo recordó dos palabras. Insolvente para explicarlas, se comió un avispero. Para su consuelo (mal de muchos), ya le había pasado a Macri cuando habló del populismo fiscal de los radicales y se metió sin permiso en el panteón de Yrigoyen.

Los asesores de Manes salieron de excursión teórica con el populismo institucional tras las últimas novedades en la región. Las elecciones en Chile y Colombia parecían reponer el proyecto laclausiano, pero las de Brasil establecieron un límite. En la unidad que la principal oposición argentina ha conseguido mantener están latentes algunas de esas tensiones conceptuales.

Magnetismos

Basta mencionar dos catalizadores externos a Juntos por el Cambio para observar el comportamiento de esos fenómenos de magnetismo: Sergio Massa y Javier Milei.

Los que rechazan el populismo fiscal recuerdan que no hay acuerdo posible con ningún gatopardo. Es la teoría de Macri sobre el segundo tiempo. Los que advierten sobre los riesgos de una radicalización asistémica, señalan el mayor y más actual de los fracasos de Laclau: el crecimiento de los populismos de ultraderecha. Es lo que anticipa Elisa Carrió. Ahí está la nueva Europa en guerra. Con su eje desplazado al este del paraíso.

A finales de los últimos años 60, dos académicos compilaron un debate incipiente en la London School of Economics. Ghita Ionescu y Ernest Gellner resumieron algunas de las discusiones sobre los fenómenos populistas. Se presentaron con un guiño a Carlos Marx: “El fantasma del populismo se cierne sobre el mundo”.

Entonces, recuerda Diego Guelar, Argentina representaba el 39% del producto bruto de Sudamérica y Brasil sólo el 26%. Cincuenta años después, Argentina es el 15% y Brasil el 51%. Acaso por eso Lula Da Silva piensa como Ayuso. Y como buen fantasma, habla como Cristina